martes, 16 de noviembre de 2010

La cara como espejo del alma

Me parecía un tipo raro. Faltaba casi siempre a las clases, y cuando asistía, jamás participaba. Nunca daba su opinión, nunca hablaba con nadie. Se limitaba a observar. Te observaba fijamente, de una manera que llegaba a incomodarte.
Se acabó el curso y organizamos una cena. Nadie contaba con que él asistiera, pero asistió. Y además se sentó a mi derecha. Iniciamos una conversación, en principio bastante forzada, pero poco a poco se fue distendiendo.
—¿Te vas a matricular el año que viene?—pregunté yo.
—No, qué va. Voy probando cosas. Cada año empiezo algo nuevo. El año pasado me dio por la morfopsicologia.
—¿Ah, sí?
—¿Sabes lo que es?
—Pues por el nombre me lo imagino, pero no sabía que se estudiara.
—Sí, hice un master en la Pompeu, y me vino super bien. Es que soy abogado. Miro a las caras y sé al instante a quién tengo delante. Muy práctico.
—¿En serio?
—Totalmente. Ya el primer día de clase os cliché a todos.
—Ya, claro…
—Te lo juro. Mira, fulanita por ejemplo. Su boca domina toda su cara, está hecha para comunicar. Es además una persona muy sensible, lo vemos en sus cejas arqueadas hacia abajo. A Zutanita le pasa justo lo contrario, mira qué boca tan fina tiene, sus labios son una ralla y hacia abajo, pesimista y poco comunicativa. Y a Menganita por ejemplo, supe al instante que le iba mucho el sexo.
—Estás flipando, jajaja
—Va en serio, fíjate en su mandíbula, esa mandíbula lo dice claramente.
—Pues eso no podemos demostrarlo ¿no?
—Hace un rato ha dicho que se ha apuntado a un curso de relato erótico.
—¿Y qué?
—Pues que nadie escribe relatos eróticos a no ser que le interese el sexo, ¿no?
—Buff, no sé, no tengo datos, no conozco a nadie que escriba relatos eróticos.
—Pues yo a menganita la cliché en seguida. Le va, créeme, le va el tema.
Así pasó a detallarme la personalidad de todos los asistentes: el frío y calculador además de tacaño, la impulsiva y celosa, la negativa e insegura, etc, etc. Yo no acababa de creerme nada, y me sentía además como si estuviera invadiendo la intimidad de mis compañeros.
—Bueno, pues ahora me toca a mí, ¿no? ¿Cómo soy? Defíneme sólo por mi cara.
—Qué va.
—¿Tan malo es? No te cortes, si me da igual, no me lo creo mucho.
—No es ni malo ni bueno, es tu personalidad. Y si no te lo crees aun te lo digo menos.
—Vengaaaaa, andaaaaa, dímelo, que me lo creo, que me lo creo.
—No, no, paso…
—jooooo y ahora me dejas así, con la intriga?
—Pero si tu ya sabes como eres… ¿qué más te da que yo también lo sepa?
—Pues es que no creo que lo sepas, es más, estoy segura de que no tienes ni puñetera idea, jajajaa
—Vale, pues entonces ya está, no tengo ni idea…
—Dímelo, anda.
—No insistas, no te lo voy a decir.

Cambiamos de tema. Llegaron los postres, y los cafés. Me fui al lavabo. Al volver, ya no estaba, pero sí había cachondeo general.
—Tu reciente amigo se ha marchado, pero te ha dejado una notita en una servilleta, uyuyuyuyuyu…
Abrí la servilleta y me quedé flipada. Contenía las tres características de mi personalidad que mejor me definían.

martes, 7 de septiembre de 2010

Aburrimiento

Pelo gris y largo y algo sucio. Ojos callejeros que me miraron juguetones. Nadie más en la calle, me acerqué sigilosa. Ya frente a él, ante sus enormes ojos grises, sentí el acuciante deseo de tocarle. Lo hice. Primero con suavidad, tanteando. Pareció gustarle. Proseguí. Se estiró para que alcanzara mejor. Continué. Aumenté la intensidad. El ruido de unos pasos nos sorprendió. Se fue. Esperé a que volviera. No lo hizo.

Volví a buscarle al día siguiente. No estaba solo, se abrazaba a una amiga. Era negra. Pelo corto, algo sucio. Me ignoraron pero yo no me rendí. Murmuré palabras incitantes que captaron su atención. Me miró sorprendido. Le mostré una pierna, me rasqué los pantalones. Se acercó dudoso, expectante. Seguí provocando hasta contemplar el brillo que buscaba en su mirada, la expresión que antecede al ataque. Se abalanzó sobre mí. Me mordió. Ronroneó mientras me arañaba con sus pequeñas zarpas. Se retorció a mis pies en el suelo. Y yo quise llevármelo a mi casa.

Era un gato callejero, sin vacunas ni pasaporte. Llevármelo era ilegal, pero todo estaba resuelto. En una caja, en el coche. Lo subiríamos al barco. Si todo sucedía como a la ida, nadie nos registraría el equipaje. Lo esconderíamos en una bolsa de mano. Lo subiríamos al camarote. 22 horas después estaríamos en casa.
Pero mientras lo planeaba, un pensamiento molesto me rondaba sin llegar a definirse. Quise ignorarlo, pero siempre me sucede igual con los pensamientos molestos. Se forman, se acaban concretando en mi mente por más que intente evitarlo. Era éste: si me llevaba a aquel gato, lo condenaba de por vida a uno de los peores males según mi criterio: al aburrimiento. Lo convertiría en un gato gordo y castrado y burgués que comería pienso todos los días de su vida. Dormiría el 80% de su tiempo, solo, en mi casa. Su única ilusión sería sentarse sobre mis piernas por las noches y comer lonchas de jamón en dulce. Vacunado, alimentado y seguro. Pero aburrido. Ese era el precio.
Pensé en la vida que le esperaba sin mi intervención: fiestas nocturnas memorables, peleas callejeras para ganarse el favor de las hembras, convertirse (quién sabe) en macho alfa. Instinto cazador, búsqueda de alimento, satisfacción al encontrarlo. A veces pasar hambre, a veces también frío. Inseguridad, riesgo, adrenalina, intensidad, sorpresa.
Estabilidad vs. libertad, rutina vs. aventura, seguridad vs. riesgo. Ésa era la cuestión.
Dejé al gato de pelo largo y gris y sucio que tanto me gustaba donde lo encontré.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Necesito un grabador



Últimamente escribo mucho. Varios cuentos, varios capítulos de mi novela, numerosos post sobre anécdotas que me han ocurrido este verano….escribo sin parar. Por desgracia, y porque siempre tiene que haber algún pequeño detalle que agüe la fiesta, de nada de lo escrito queda constancia. Es porque escribo con el pensamiento.
¿Se puede escribir con el pensamiento? Si tomamos la palabra escribir al pie de la letra, pues no, evidentemente no se puede. Si empezamos ahora a ponernos puntillosos, sería más correcto decir que pienso que escribo, vale. Pero es que no por pensar que escribo me tomo menos molestias que si escribiera de verdad. No hablo de tener ideas en abstracto, hablo de redactarlas en concreto, mentalmente. De seleccionar las palabras justas, de hacer que juntas suenen bien. Así soy capaz de escribir frases, párrafos, páginas, incluso cuentos enteros. Si no transcribo estos pensamientos al papel en el momento en que llegan, es porque todo ese frenesí narrativo me sobreviene de noche, cuando ya estoy en la cama. Durante algunos minutos me debato entre levantarme o no. Me frena el miedo de que al encender la luz toda la magia desaparezca, como un gato callejero al que se le hace un gesto brusco. Así que opto por escribir en mi mente hasta quedarme dormida, con la firme intención de acordarme al día siguiente y de plasmarlo todo en un papel. A veces lo hago y el resultado es siempre decepcionante. Las frases que la noche anterior eran profundas y especiales, se transforman por la mañana en estériles y huecas, carentes de ingenio, completamente distintas.
Es por eso que creo que necesito con urgencia un grabador de pensamientos. No me importa si es de segunda mano, ni si viene lleno ya de pensamientos, prometo no leerlos. ¿Alguien me lo vende?

viernes, 16 de julio de 2010

Ebook

El otro día un compañero de trabajo me soltó, así, tan fresco, que él estaba seguro de que los libros de papel, con su portada y su tinta y sus hojas, tenían los días contados. Que desaparecerían. Que el ebook se impondría a la fuerza, que era el proceso natural, que nuestros hijos, bueno, sus hijos, se tomarían con la mayor naturalidad del mundo el hecho de leer los libros en una pantalla, y que los hijos de sus hijos, es decir sus nietos, encontrarían incluso algo de cómico en aquellos libros heredados de sus abuelos que tanto pesaban y tanto espacio ocupaban, y tan incómodos eran.
Que conste que no me cuento entre esa clase de personas que se resisten al progreso y dice que no a las innovaciones tecnológicas. No fui de aquellos que tardaron años en comprarse un móvil y mis padres nos compraron un ordenador de los primeros que salieron. Me gustan los cambios si son para mejor. Pero he de reconocer que con los libros me pierdo. La simple idea de que los libros de papel puedan desaparecer me hace poner los pelos como escarpias, me horroriza, me disgusta profundamente. ¿Cómo sustituir el acariciar el lomo de un libro, el tenerlo entre las manos, hojearlo, saborear ya de antemano las promesas que encierra? Es un vínculo absolutamente sensorial.
Imposible que desaparezcan, dije yo. Totalmente imposible. Te concedo que convivan, como la tele y la radio, pero es imposible que desaparezcan. Debatimos durante media hora larga. Me dijo que lo mío con los libros era puro fetichismo (cosa que no me atrevo a negar), que esa pasión era minoritaria, cosa de cuatro chalados, concretó, porque a la gran mayoría no le importa el formato de lectura, sobre todo si se consigue una pantalla realmente cómoda, que no canse a la vista. Los avances se imponen y hay que aceptarlos. ¿O es que acaso no te pasas tú tus buenos ratos leyendo blogs?, me dijo. ¿No es esa una nueva forma de lectura? Y ahí le di la razón, y pensé que igual debía disimular un poco mejor en el trabajo.

Piénsalo, me dijo, puedes tener en una pantalla todos los libros del mundo. ¿Para qué talar árboles, para qué gastar en impresión? ¿Para qué desperdiciar una habitación de tu casa sólo para acumularlos, para que se llenen de polvo?
Cómo hacerle entender que mi habitación de los libros es mi favorita, que es imposible hacer anotaciones en una pantalla, que todos mis libros me recuerdan momentos de mi vida…
Es difícil argumentar algo cuando los únicos argumentos que se tienen son de carácter sentimental, ninguno objetivo. Me dio qué pensar. Y al salir del trabajo me fui directa a la casa del libro a proveerme con más ganas que nunca. ¿Qué pensáis vosotros? ¿Morirán los libros de papel?

lunes, 3 de mayo de 2010

9 razones de por qué no me gustan los boys en una despedida de soltera


1. Odio los pantalones de material indeterminado que se quitan de un tirón por delante dejando al descubierto un tanga de leopardo/piel. No me parecen sexys, me parecen muy horteras.

2. El tanga de leopardo/piel, lejos de excitarme, me produce el mismo rechazo.

3. No me gustan los hombres que utilizan perfumes de mujer.

4. El aceite en la piel me parece muy sexy en algunos contextos. En la piel de un tipo al que no se le distingue claramente si es aceite o sudor, me da asquito.

5. Estoy de acuerdo en que si Dios te ha proporcionado una sola ceja muy poblada estés en tu derecho de convertir a “la ceja” en dos mitades. Separarlas de manera discreta me parece muy correcto. De ahí a aficionarte a las pinzas y terminar a lo Bette Davis hay solo un paso, que según tengo comprobado, los boys suelen dar con suma facilidad. Me repelen los hombres con las cejas muy depiladas.

6. No me gusta el tono moreno-rojizo-naranja de solarium.

7. No me gustan los culturistas. Físico atlético y fibrado sí, cruasanes que no pueden cerrar los brazos, no. Los boys suelen exagerar también en este punto.

8. No me gustan los hombres que utilizan camisetas de tirantes ajustadas. Si estas camisetas son de rejilla o transparentes, ya me dan escalofríos, pero si se acompañan de pantalones de un cuero o de plástico o del material que sea de los que se quitan de un solo tirón, ya me producen arcadas.

9. Porque hay que pagarles para que se despeloten, y un hombre al que se le ha de pagar para que se desnude, o es Jude Law, o ya es totalmente imposible que me guste.

lunes, 19 de abril de 2010

Calcetines



Mi actitud hacia los calcetines sorprende a casi todo aquel que la conoce. Y yo no sé qué tiene de extraña, me juego el cuello a que existen en este mundo cientos (qué digo cientos, seguro que miles) de personas con mi misma costumbre. Es más, a mí me parecéis raros todos los demás, ala, ya lo he dicho.
Vale, me voy a explicar antes de proseguir. El tema es que si tengo que utilizar calcetines que no sean de media, utilizo casi siempre (por no decir siempre) calcetines desemparejados. Y además de desemparejados, de diferentes colores. Mi pie derecho va de gris, y el izquierdo de negro. O uno de fucsia y el otro de blanco, o uno de azul marino y el otro de verde claro. ¿Quién fue el listo que dijo que los dos pies tienen que ir iguales? ¿Por qué?

Como en todo, éste hábito mío tiene su origen. Y este origen, como ya habréis supuesto los más espabilados, se trata de la mala costumbre que tienen todas las lavadoras de comerse a los calcetines. ¿Dónde van a parar? ¿Será que el motor de la máquina se alimenta de nylon? ¿O que lejos de lo que podemos sospechar, son los propios calcetines los que deciden escapar? Quizás entre tanta vuelta y tanto centrifugado, un calcetín gris conoce a un calcetín fucsia, coinciden en varias coladas, se miran, se gustan y deciden huir juntos. Nos encontramos en el tambor el próximo sábado, cariño. Hay que entender que los calcetines pasan mucho tiempo emparejados, y es necesario que lo estén con quienes realmente deseen. O tal vez nos encontramos ante calcetines independientes, que no nacieron para ser calcetines. Yo es que nací con alma de bufanda, diría un calcetín blanco. Y huiría en busca de su destino. Algo, estaréis conmigo, completamente lícito.

En todo caso, lo que hacen o dejan de hacer los calcetines desaparecidos, y cuál es su fin, ese es un misterio que no me propongo yo resolver aquí. Lo que sí quisiera explicar de una vez por todas, es por qué un día decidí que usar un calcetín verde y otro lila era algo de lo más natural. Como he dicho antes, (y si no lo digo ahora), no es por rareza ni excentricidad. Es tan solo por una cuestión de practicidad. Para qué relegar a un calcetín solitario a un cajón a la espera de que su compañero decida volver, si se puede emparejar con otro que también haya perdido a su pareja, y juntos pueden cumplir perfectamente con su función en la vida. Y una vez puestos a emparejar desemparejados, ¿por qué no desemparejarlos directamente a todos, y así no tener que volver a marearme nunca más buscando parejas o pensando en si sobran o faltan calcetines?. Si sobra alguno, sólo hay que esperar un par de coladas más hasta que sobre otro. Ya está. Así de simple. Y desde que lo probé, mi vida es un poco mejor. Aunque es cierto que se trata de un hábito de rebelión privada (los llevo con botas y no se ven), no tengo ningún problema en descalzarme en las zapaterías y mostrar mis pies bicolor. No me avergüenzo en los vestuarios del gimnasio, ni cuando me quito los zapatos de manera improvisada en cualquier momento. La vida es infinitamente más alegre cuando uno lleva los calcetines de diferentes colores. Ese infringir las normas, ese decir, pues yo me pongo los calcetines así por que me da la gana, qué pasa, a mí me da un plus en la vida. Un pequeño plus, no vayamos a exagerar, pero es un plus al fin y al cabo. Y yo, a los pluses en la vida, por absurdos y pequeños que puedan parecer, no los desprecio a ninguno.
Si alguien se decide a probarlo que me cuente.


miércoles, 24 de marzo de 2010

32


Lo primero que he pensado es que debía cambiarle el nombre a este blog. Ya no está tan reciente la cosa. Dos años parece un tiempo prudencial, amplio, a todas luces suficiente, un tiempo que debería garantizar una adaptación plena, una aclimatación adecuada a la década que se menciona. Bien, dicho esto, concretar que no para mí. Yo en dos años ni me he aclimatado a la treintena, ni me he adaptado, ni ganas que tengo de hacerlo. No me apetece en absoluto acometer las nuevas responsabilidades asociadas a esta década. Habrá quién opine que es necesario avanzar en la vida, que es incluso interesante. Bien, respetable, pero yo opino que lo de avanzar está sobrevalorado. Preferiría mantenerme. Mantenimiento, esa es la palabra. Quedarme como estoy durante mucho, mucho tiempo. Avanzar, de acuerdo, pero despacio. Que un año cunda lo que tiene que cundir, que no pase de largo dejándome despeinada, y con la sensación de ¿ya?. Tampoco estoy pidiendo la luna, ¿no?
Últimamente vivo en una terrible paradoja: quisiera estirar el tiempo para poder hacer más cosas, y sé que la única forma posible de estirar el tiempo, es dejar de hacerlas.

Toda esta digresión viene a cuento porque hoy es mi cumpleaños. Me encantaría ser de esa clase de personas (si es que existen), que llevan estupendamente el hecho de cumplir años. A mí me sienta fatal pasar de un día para otro a tener un año más. Hace exactamente un año y un día, tenía 30, y ahora tengo 32. Pues me sienta mal, que queréis que os diga, me sienta mal.
Ahora vendría el consuelo de la gente mayor que yo, tipo: “quien los pillara, si eres una cría” y de la gente menor que yo, tipo: “pues no los aparentas”. Y ambas versiones de consuelo me hacen mucho bien. Así que no os cortéis, por favor, adelante, adelante...
Y en cuanto al título del blog, de momento se queda como está. Aún puedo estirar lo de la treintañera reciente por lo menos un año más. A fin de cuentas, sigo estando más cerca de los 30 que de los 35.

viernes, 19 de febrero de 2010

3 en 1

Yo quisiera tener tres cuerpos. ¿Nunca lo habéis pensado? Eso sí, regidos los tres por un mismo cerebro, no quiero tres hermanas gemelas pululando por ahí. Yo lo que quisiera es ampliar posibilidades porque tener un solo cuerpo, quieras que no, limita. La manera de funcionar no la sé, yo en cosas técnicas no me meto, pero tampoco debe ser tan complicado que tres cuerpos funcionen a la vez regidos por un mismo cerebro, como si estuvieran trabajando en red con un servidor central, o algo así, ¿no? Igual habría que aumentar la capacidad, no digo que no, que procesar la información de tres cuerpos debe ser agotador.

¿Para qué quiero yo tres cuerpos? Vale, el primero se quedaría como está, que ya está muy bien así. Seguiría siendo la yo de ahora.
El segundo cuerpo no estaría aquí. Estaría viajando por el mundo y viviendo a salto de mata. Me gusta, pues me quedo, me rallo, pues me voy, un par de años en Australia, un par en Costa Rica o Japón o Chile, o la Polinesia, o Argentina, o Uruguay, o donde fuera. Trabajando de lo que saliera, con mi mundo en una mochila y viviendo sin planes. Conociendo a gente de lo más peculiar, y sin tener ni idea de lo que me va a pasar mañana. Una vida así debe molar y mucho. En caso de apuro, este cuerpo se dejaría financiar por los demás (que son ella misma, es decir yo).
Al tercer cuerpo yo lo ocuparía en las ocasiones perdidas. Me explico: aquellas veces que tienes dos opciones y hay que elegir, y eliges, y nunca sabes qué hubiera pasado si hubieras elegido la otra, y siempre te queda la intriga. Ahí está esa otra, una especie de recoge-pelotas de la vida. Y una ayuda, oye, que hay que ir a comprar pero tengo ganas de escribir, pues nos repartimos.
Tres cuerpos en uno. A ver, podría pedir más cuerpos, pero no me gusta exagerar. Con tres creo que se puede alcanzar el equilibrio, conseguir no tener la sensación de que haciendo unas cosas te pierdes otras. Yo lo veo una buena idea. Genial, de hecho. Tan buena que creo que no es mía. ¿No fue Dios, el que decidió ser padre, hijo y espíritu santo, todo a la vez? Pues que tampoco se conformaba.

martes, 9 de febrero de 2010

Paloma



Esta mañana una paloma ha perdido la vida estampándose contra el parabrisas de mi coche. Desconozco si una paloma mojada por la lluvia, con frío, hambre y quién sabe si incluso abandonada por su palomo, puede en un momento dado tomar la desesperada decisión de quitarse la vida. No sería la primera vez que un animal se suicida. Según google algunas ballenas lo hacen en grupo, y los agapornis más radicales cuando pierden a sus parejas amanecen ahorcados entre las rejas de sus jaulas. No he encontrado sin embargo ningún antecedente que me hable de palomas depresivas. Por muy dura, sucia y perra que pueda parecer la vida de una paloma, siempre existe un motivo por el que seguir viviendo. Puede que sea el instinto reproductor, o la ilusión de encontrarse con una bolsa de quicos medio llena, o la de que un cazatalentos las descubra y las saque de la calle convirtiéndolas en reputadas palomas mensajeras (para ejemplares más ambiciosos y tal vez poco realistas). En todo caso, y cualesquiera que fueran las ilusiones que tuviera la paloma de esta mañana, éstas se han visto cruelmente truncadas por un lamentable error de cálculo. “Paso por encima”, habrá pensado al verme, y no le ha dado tiempo. Así de triste.

Su muerte me ha dejado cinco cosas: 1) una mancha de sangre en el cristal que la lluvia se ha encargado de limpiar. 2) algunas plumas pegadas en el limpiaparabrisas. 3) el susto en el cuerpo. 4) lástima y un poco de asco, aunque quede mal decirlo. 5) material para escribir un post reflexionando sobre las casualidades y sus efectos. Porque, ¿quién sabe qué hubiera pasado si yo hubiera ido más despacio? Quizás la hubiera dejado inconsciente, pero no muerta, hubiera pasado por ahí un veterinario piadoso que la hubiese recogido, sanado y vendido al Servicio Colombófilo Militar. O no hace falta ir tan lejos, si el coche se me hubiera calado o me hubiera encontrado con la vecina plasta del primero, (que no entiende que un "deu!" sin mirar a la cara significa que no tengo tiempo de hablar), hubiéramos ganado sin duda el segundo que marcara la diferencia entre una paloma sobrevolando felizmente mi coche, y una paloma estampada en mi cristal. (Y pudriéndose en el asfalto, y haciéndose papilla atropellada y requeteatropellada por todos los coches que vienen detrás).

Lo cierto es que no es la primera experiencia que tengo con palomas muertas, lo cual ahora que lo pienso es cuanto menos inquietante. Una vez, hace un tiempo, pasaba por delante del Hard rock café, en plaza Cataluña, y una paloma muerta cayó fulminada a mis pies. Cayó del cielo con un golpe seco, dejándome a mí y a todos los guiris que me rodeaban perplejos. Por lo visto la paloma no entendió muy bien que los cristales del edificio eran cristales y no la prolongación del cielo, y se golpeó contra ellos con toda su fuerza.

¿Qué me pasa con las palomas? ¿Se trata de alguna señal?

martes, 2 de febrero de 2010

Quique The Head

martes, 26 de enero de 2010

La cuestionable ética del profesor X

Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por villanía.(José Ingenieros)


Fue en 2º de BUP o en 3º, ahora no estoy segura, que tuve un profesor de ética al que llamaremos X. Ahora estoy dudando también si era de ética o de filosofía. Da igual. Como tengo tan mala memoria, y la poca que tengo es selectiva y la suelo emplear en otro tipo de cosas, ya me corregirá quién me tenga que corregir si me equivoco en los detalles, que no en el contenido, que éste sí lo recuerdo bien.

Como decía, el profesor que impartía ética o filosofía, o las dos, llegó el segundo día de clase y nos dijo: sacad una hoja en blanco. En ella vais a escribir de forma anónima lo que opináis de vuestros compañeros. No de todos, sólo de los que os llamen la atención, para bien y para mal.
Uff, pensamos todos. Y procedimos, amparados en un anonimato cruel y adolescente, a poner a caldo al personal. Era la primera semana de clase, y la mayoría apenas nos conocíamos, así que nuestras opiniones se fundamentaron principalmente en nuestras breves primeras impresiones. El profesor con nombre de estrella Hollywoodiense recogió las cartas, las mezcló, y procedió a leerlas.
Todos esperábamos con la tensión reflejada en nuestros púberes rostros salir lo mejor parados posible del juicio al que sin comerlo ni beberlo nos íbamos a ver sometidos. No hubo tiempo de leerlas todas, pero sí la mayoría. Yo terminé la clase con una extraña sensación agridulce en el cuerpo, aunque más dulce que agria. Se me mencionó bastante, sí, pero en general más para bien que para mal. Recibí unas críticas positivas completamente entusiastas que compensaron y eclipsaron a mi parecer las críticas negativas que también recibí, y por cierto redactadas con igual entusiasmo.
No pudo decir lo mismo alguien, a quien para proteger su anonimato voy a llamar “Y”.
“Y” aparecía en casi todas las cartas, pero en ninguna para bien. A “Y” la insultaron, la criticaron con saña, de manera hiriente, donde más pudiera dolerle. Si queréis saber qué le dijeron exactamente, me lo voy a tener que inventar porque no lo recuerdo: borde, enterada, gilipollas, prepotente, me cae fatal, no la soporto con esa cara de rata, etc etc… Insisto en lo de la corrección de los detalles, aunque creo que no voy muy errada en la clase de cosas que “Y” tuvo que escuchar. Demasiado para una pobre adolescente en plena edad de reafirmación. “Y” salió de clase llorando, se introdujo en un lavabo y de ahí no hubo quien la sacara. Por cierto, he dicho “la insultaron” y no “la insultamos”, porque a mí me caía bien. Yo la conocía del año anterior, y me hacía gracia su humor afilado, sus contestaciones secas y muchas veces ciertamente bordes. Sabía que tras su fachada se escondía una buena tía, así que me dio mucha pena no haberlo mencionado en mi carta. Creo que fui la única que no la nombró ni para bien ni para mal.

El profesor X  llegó al día siguiente, o cuando tocara, con la extraña noticia de que había perdido el resto de las cartas, así que teníamos que volver a realizar el ejercicio. Sorprendentemente, esta vez a “Y” todo el mundo la quería. “Y” era de lo mejorcito que había en clase y en el instituto entero. Nadie, absolutamente nadie de los que la pusieron a parir en la primera carta repitió su crítica, es más, “Y” no recibió sino halagos y buenas palabras, incluidas las mías, que vi en esa segunda carta la oportunidad de enmendar mi error. ¿Hipocresía la de todos? ¿Lástima? Yo creo que más de lo segundo que de lo primero, agudizado por un intenso sentimiento de culpa al ver la reacción de “Y” al escuchar todas las críticas.

Siempre pensé que el profesor X no había perdido las cartas. Siempre sospeché que nos puso a prueba, que nos utilizó para extraer empíricamente sus conclusiones sobre la naturaleza humana. A día de hoy me sigue pareciendo una crueldad. ¿Vosotros querríais saber qué piensa realmente sobre vosotros la gente que os rodea?

viernes, 15 de enero de 2010

Patadas

Pase con que digas “asín” todo el tiempo, con una sonora y remarcada “n” final. Pase, en serio, no me importa, no me molesta, me da igual. Si tú consideras que la palabra queda más completa así, yo ahí no voy a entrar. No me da rabia.

Tampoco me molestan tus leísmos: “dámele”, por poner un ejemplo, o “pásamele por e mail”. Bueno, en verdad sí que me molestan un poco, pero puedo vivir con ellos.
También puedo perdonar que utilices mal el pasado. Comprendo que te pueda parecer muchísimo más pretérito decir “ayer paseemos al perro”, que “ayer paseamos al perro”. Te abofetearía cuando lo haces, pero lo puedo soportar.
A lo del “haiga” no le encuentro justificación posible, pero me aguanto.

Pero por donde ya no paso, por donde no puedo pasar aunque quiera, es por el “y sin en cambio”. Eso sí que no. Con ese no puedo, no puedo, de verdad. Por favor, no lo digas más. “Y sin en cambio”, en la lengua castellana, no existe. Querrás decir “y sin embargo”, o “en cambio”, a secas. El híbrido entre las dos, insisto, no existe.

martes, 12 de enero de 2010

Breve catálogo de mis pequeños placeres cotidianos

1. Explotar burbujas del papel de burbujas.
2. Introducir los dedos en una vela de gelatina.
3. Pelar pipas para comérmelas todas juntas.
4. El flan royal.
5. El caramelo líquido del flan royal.
6. El caramelo líquido de cualquier flan.
7. Entrar en un sitio donde el aire acondicionado está al máximo para después salir a la calle que está a 40º, da un escalofrío muy bueno. La versión invernal: alternar piscinas de agua helada con agua hirviendo.
8. Quitarme los zapatos después de un día entero caminando con tacones.
9. Chocolate puro, chocolate con leche, chocolate blanco, chocolate con almendras, chocolate con avellanas y chocolate inflado, si puede ser de la marca Ritter.
10. El dulce de leche, las crepes de dulce de leche, el helado de dulce de leche.
11. Un bocadillo de leche condensada.
12. Despertar creyendo que es lunes, y es sábado.
13. Despertar a media noche y saber que aun me queda media noche de sueño.
14. Despertar de una pesadilla en la que soñaba que ojala fuera una pesadilla.
15. Clavarme suavemente un palillo en la uña.
16. Una mandarina y/o naranja, que me haga llorar de lo ácida.
17. Las guindillas.
18. El agua después de las guindillas.
19. Una uva explotando en la boca.
20. Chupar un limón.
21. Tumbarme al sol el primer día de primavera.

lunes, 11 de enero de 2010

El juego que arruina tu vida

Yo pensaba que las personas que acudían a determinados programas de telebasura eran actores a los que algún guionista de poca monta les preparaba las historias. Me parecía imposible que alguien asistiera por su propia voluntad a airear sus miserias en televisión. Pues me equivocaba.

"¿Viste el juego de tu vida?” me han preguntado ya varias personas. Y no, no lo vi. De hecho ni siquiera sabía que existía el tal juego de tu vida, pues lo dan muy tarde. Cuando me explicaron la mecánica del concurso me reí. Se trata de que el participante se sienta y se le empiezan a formular preguntas sobre su vida personal muy fuertes. El concursante está conectado a un polígrafo, y si contesta con la verdad va ganando dinero, si miente, lo pierde todo. Las preguntas son del tipo “¿te has avergonzado alguna vez de tus padres?” “¿has pensado alguna vez en acostarte con la mujer de tu hermano?”, y perlas así.
Son actores, claro, piensa todo el mundo. ¿Quién va a ser tan gilipollas de ir a un programa así? Pues los hay. El motivo de que todo el mundo me preguntase si había visto el concurso, es que el otro día asistió el propietario de una panadería-pastelería muy conocida aquí. El tío iba acompañado de su mujer y de su familia, y empezaron con preguntas sencillitas. Poco a poco empezaron a subir el tono. Le preguntaron si tenía fantasías homosexuales con alguno de sus trabajadores, y el tío respondió que sí. Si se había acostado con hombres, y también dijo que sí. A a su mujer empezó a cambiarle la cara.
Después empezaron las preguntas sobre la panadería: “¿te has masturbado alguna vez utilizando alguna herramienta de la panadería?” y la respuesta de nuevo afirmativa. “¿Has introducido tu miembro viril dentro de la masa de algún pastel y después lo has puesto a la venta?” y en ese momento alguien de su familia apretó un botón para que no respondiera, así que imaginaros la respuesta. Lo cierto es que no sé cómo se le ocurre a alguien preguntar algo así, pero aun menos cómo la presentadora no se muere de la risa. Yo no creo que hubiera podido terminar de formular la pregunta mirándole el careto al personaje.
Total, que llegaron a la última pregunta, la de los 100.000 euros. La pregunta era sencilla (si tenemos en cuenta todas las burradas que ya había dicho). Le preguntaron si era cierto que disfrutaba más en la cama con hombres que con mujeres, y el panadero dijo que no. El polígrafo dictaminó que mentía, y se fue para su casa sin ver ni un duro.
El programita me parece el colmo del morbo, la telebasura elevada a la enésima potencia, pero es que lo de los participantes no tiene nombre. Hay que ser muy, pero que muy imbécil para ir a un programa así. Incluso alguien que no tenga nada que esconder sale de ahí escaldado.
Por suerte nunca había comprado ni un pastel ni el pan en esa panadería. Pero ahora seguro que ya nadie lo hace.

domingo, 10 de enero de 2010

Marcapáginas



Yo tengo la teoría de que existen en esta vida dos tipos de personas: los que utilizan marcapáginas para saber por dónde se han quedado en un libro, y los que directamente doblan las esquinas de las hojas.
Yo pertenezco al segundo grupo. En mi opinión, un libro que se ha disfrutado a consciencia no puede terminar impoluto, virginal, nuevo, como si nadie lo hubiera tocado. Sería para mí el equivalente a salir de la cama peinada. Raro. Sospechoso.
Yo creo que un libro que te ha hecho disfrutar, lo mínimo que se merece es que quede constancia física en alguna de sus páginas. Yo, además, no me limito a doblarlas. Cuando el libro lo merece, realizo discretas anotaciones en los laterales, subrayo algunas palabras que me gustan o me disgustan. A veces, (pocas) frases enteras. Cuando un libro me enamora, me baño con él, como con él, leo de pie mientras llueve y estoy esperando en la calle. Por mucho cuidado que tenga, ¿cómo pretender que de eso no quede constancia alguna? Para un libro debe ser un orgullo terminar así, repleto de su propia historia y de la de su lector. Por eso me encantan los libros de segunda mano. Siempre espero encontrar una segunda historia dentro de la primera, algo de personal del primer propietario. Me encanta tener un mínimo indicio con el que ir tirando. Si la página está doblada en cierto punto, ¿por qué? ¿se aburría? ¿le llamaron por teléfono? ¿llegó al trabajo?, ¿le entró sueño?. ¿Por qué terminó el libro en un mercadillo? ¿Se murió el dueño? ¿necesitaba dinero? ¿se fue del país y tuvo que deshacerse de sus libros? Lo cierto es que casi nunca encuentro nada interesante en ninguno, pero no pierdo la esperanza.
Así que no me avergüenzo de afirmar que yo doblo las esquinas de las páginas de mis libros, aun a riesgo de que me tachéis de descuidada o de irrespetuosa o de poco delicada. Y es que soy consciente de que este hábito molesta, y mucho, a los que utilizan marcapáginas.

Si os fijáis, he iniciado este post diciendo que creo que existen dos tipos de personas. Y he dicho personas en vez de lectores porque creo que esta clasificación se puede aplicar también a otros ámbitos de la vida. Me explico: a los que pertenecen al primer grupo, nunca les salen bolas en los jerseys. Más ejemplos: no acarician a los animales para no llenarse de pelos, no se tumban en la hierba si no llevan una toalla para no mancharse los pantalones. Los del segundo grupo son más impulsivos y se manchan más.
En fin, ni mejor ni peor, tan solo diferente, y en cierto modo equilibrante. Creo que las relaciones más duraderas son las mixtas, porque a pesar de sacarse de quicio, también se compensan. Dos del segundo grupo juntos, suele ser demasiado. Intenso, divertido, auténtico y para siempre mientras dura, aunque dura poco. Dos del primer grupo juntos, no tengo ni idea de cómo funcionan.

¿Y vosotros? ¿Utilizáis marcapáginas o dobláis hojas?