martes, 4 de agosto de 2009

Vivir en un pueblo llamado Polla, o el arte de dormir 18 horas al día


Cuando finalmente, después de un largo y tortuoso camino, uno aterriza en un pequeño y meridional pueblo italiano situado en lo alto de una montaña amarilla, uno no tarda en percibir en el aire un aroma peculiar. Hay quién dice que es a romero, otros que a orégano, a albahaca o a guindilla secándose al sol, y para la gran mayoría se trata tan solo de polvo y flor de calabacín rebozada.  Hoy sé que ninguna de estas respuestas se acerca a la realidad. Hoy, por fin, después de siete veranos con sus siete respectivos inviernos, soy capaz de afirmar que he descubierto cuál es el aroma que embriaga cada rincón de este pequeño pueblo italiano. Este pueblo huele a sueño.
No a un sueño cualquiera. Huele a sueño denso, de los que pueden cortarse con un cuchillo afilado por el hombre de la motocicleta. Huele a sueños que uno no sabría precisar si en algún momento fueron realidades o tan solo deseos. Huele a siesta de 3 horas con despertar confuso incluido.
Esas pequeñas y transparentes partículas narcóticas que invaden el ambiente, como un ritual, hacen estornudar al recién llegado más de cien veces seguidas. Y es que se necesita de un periodo de adaptación al ambiente onírico que reina en sus calles, que es directamente proporcional al grado de estrés y realidad que uno padezca en su vida cotidiana.
Aquí no hay prisa para nada porque a modo de regalo de bienvenida, las horas deciden por si solas multiplicarse por cuatro. El tiempo deja de ser un verdugo para convertirse en uno más que juega a las cartas. El repicar de las campanas de la iglesia, el arrullo de las palomas e incluso el griterío de las vecinas son el hilo musical imprescindible que transporta a la parte más profunda e inconsciente de uno mismo. Es un mundo en el que la vida huele siempre a pasta al forno y a cebolla dorándose al fuego. Es un mundo en el que, mientras el aroma a limoncello te embriaga, los deseos se fragmentan y se transforman en futuros proyectos reales.
En este pueblo, las brujas se comen las manos de los niños en castillos inventados. Y los espíritus conviven en armonía con las estampas del padre Pio y del irascible Santo Antonio, capaz de derrumbar el pueblo entero de un terremoto si se le interrumpe el reposo dentro de la capilla de Santa Maria della Croce.
Los peces del rio de este pueblo tienen más de dos cabezas, y a la mayoría de las mujeres enlutadas les faltan más de dos dientes.
Éste es el mundo que se vive en este pequeño y meridional pueblo italiano situado en lo alto de una montaña amarilla cuyo nombre es Polla. Nombre -para mí como española- curioso y chocante donde los haya, que proviene de Insteia Pollae, la consentida e imagino que insomne hija de un cónsul Romano, que allá por el siglo IV a. C. se hizo regalar una montaña amarilla que olía a sueño, con el único propósito de pasar durmiendo en ella sus veranos.

lunes, 3 de agosto de 2009

Tiempo


Tiempo. Tiempo para contemplar con asombro el movimiento del dedo pequeño de mi pie derecho y su relación armoniosa con el resto de falanges, conscientes todas ellas de su lugar en el mundo, conscientes, cada una en su simpleza, de la gran complejidad del conjunto del que forman parte. Cinco son porque cinco debían ser. Tiempo para rebuscar por dentro mi esencia, para encontrarla y volverla a esconder y volverla a mostrar. Tiempo para seguir planteando preguntas para las que me tendré que inventar las respuestas. Tiempo para contarme todos y cada uno de los lunares que adornan mi cuerpo, 64 en el brazo derecho. Tiempo para leer todo lo que está escrito y tiempo para escribir todo lo que quede por escribir. Tiempo para perder la noción del tiempo. Tiempo para olvidar lo que merezca ser olvidado y para grabar en piedra lo inolvidable. Tiempo para regalar incluso a quien no se lo merezca y tiempo para compartir con quién sí lo haga. Tiempo para asumir el paso del tiempo. Tiempo como para echarle de comer a los cochinos. Tiempo. Tiempo. Tiempo.