martes, 7 de septiembre de 2010

Aburrimiento

Pelo gris y largo y algo sucio. Ojos callejeros que me miraron juguetones. Nadie más en la calle, me acerqué sigilosa. Ya frente a él, ante sus enormes ojos grises, sentí el acuciante deseo de tocarle. Lo hice. Primero con suavidad, tanteando. Pareció gustarle. Proseguí. Se estiró para que alcanzara mejor. Continué. Aumenté la intensidad. El ruido de unos pasos nos sorprendió. Se fue. Esperé a que volviera. No lo hizo.

Volví a buscarle al día siguiente. No estaba solo, se abrazaba a una amiga. Era negra. Pelo corto, algo sucio. Me ignoraron pero yo no me rendí. Murmuré palabras incitantes que captaron su atención. Me miró sorprendido. Le mostré una pierna, me rasqué los pantalones. Se acercó dudoso, expectante. Seguí provocando hasta contemplar el brillo que buscaba en su mirada, la expresión que antecede al ataque. Se abalanzó sobre mí. Me mordió. Ronroneó mientras me arañaba con sus pequeñas zarpas. Se retorció a mis pies en el suelo. Y yo quise llevármelo a mi casa.

Era un gato callejero, sin vacunas ni pasaporte. Llevármelo era ilegal, pero todo estaba resuelto. En una caja, en el coche. Lo subiríamos al barco. Si todo sucedía como a la ida, nadie nos registraría el equipaje. Lo esconderíamos en una bolsa de mano. Lo subiríamos al camarote. 22 horas después estaríamos en casa.
Pero mientras lo planeaba, un pensamiento molesto me rondaba sin llegar a definirse. Quise ignorarlo, pero siempre me sucede igual con los pensamientos molestos. Se forman, se acaban concretando en mi mente por más que intente evitarlo. Era éste: si me llevaba a aquel gato, lo condenaba de por vida a uno de los peores males según mi criterio: al aburrimiento. Lo convertiría en un gato gordo y castrado y burgués que comería pienso todos los días de su vida. Dormiría el 80% de su tiempo, solo, en mi casa. Su única ilusión sería sentarse sobre mis piernas por las noches y comer lonchas de jamón en dulce. Vacunado, alimentado y seguro. Pero aburrido. Ese era el precio.
Pensé en la vida que le esperaba sin mi intervención: fiestas nocturnas memorables, peleas callejeras para ganarse el favor de las hembras, convertirse (quién sabe) en macho alfa. Instinto cazador, búsqueda de alimento, satisfacción al encontrarlo. A veces pasar hambre, a veces también frío. Inseguridad, riesgo, adrenalina, intensidad, sorpresa.
Estabilidad vs. libertad, rutina vs. aventura, seguridad vs. riesgo. Ésa era la cuestión.
Dejé al gato de pelo largo y gris y sucio que tanto me gustaba donde lo encontré.