Me encanta reír. Y cuando digo reír, no hablo de una media sonrisa forzada, de un lánguido y falso amago de mostrar los dientes, sin sentimiento ni intensidad. No. A mí lo que me gusta es llorar de risa, reír hasta ahogarme, reír hasta temer que me explote el cuerpo. Una risa primitiva, instintiva, visceral. De esa clase de risa incontrolable que no entiende de momentos apropiados ni de nada. Llega. Llega sin más, y se autoalimenta de la represión. Es decir, cuanto más intentes sofocarla pensando que está mal, más te vas a reír. De la clase de risa que te hace quedar fatal. Vamos, lo que viene siendo partirse la caja. Si me pudierais ver, ahora estoy haciendo el gesto del que se parte, dándome golpes en el pecho con mi mano derecha.
A mí me pasa mucho. Me ha pasado desde siempre. Recuerdo que ya en el colegio con mi amiga Maria lo pasaba fatal con la monja de matemáticas. La pobre mujer sufría de un estrabismo muy severo, y cuando decía “tú, a la pizarra”, siempre había dos que se levantaban. A ver, es que tiene gracia. Aunque imagino que para la monja tener un ojo mirando pa’ Cuenca no era gracioso. Y que dos niñatas se rieran de ella, era una crueldad. Porque es cierto que en los ataques de risa de los que hablo hay siempre un punto de crueldad. ¿O no es acaso cruel reírse de aquel cantante entregado en la puesta en escena de su último single, aquel que se deja la piel por su público, y al que, al dar unos pequeños pasos de fantasía, como podría pasarle a cualquiera, da un pequeño traspiés y cae del escenario? ¿No es acaso cruel?
No nos engañemos, medio mundo se ríe del otro medio, es inevitable.
Yo a veces me río sola, bueno, muchas veces, la verdad. Pero reconozco que reírse en solitario no tiene tanta gracia. (Paradoja). Es mucho más gratificante hacerlo en compañía. Las risas de uno alimentan a las del otro, y viceversa.
Así que siendo ésta una actividad barata, gratificante, para la que tengo cierta predisposición y que me gusta, pues he pensado, por qué no, una vez más, que podría profesionalizarlo. He estado mirando cursos de formadores en risoterapia, y pinta bien. Además, a partir de enero voy a tener las tardes libres, y aparte de escribir, también podría impartir alguna tarde clases en el centro de mi hermana.
Para empezar a ver de qué va la cosa, he mirado algunas páginas de internet. En una de ellas proponían la siguiente actividad: “Túmbate en un sofá boca arriba, y empieza a decir en voz alta: jajajajajajaja, jejejejejeje, jijijijijijiji, jojojojojoj, jujujujuju y así sin parar hasta que te rías de verdad”. Bueno, pues lo he hecho y me ha funcionado. No sé si será porque me he parecido ridícula a mí misma o porque aun tengo frescos en la memoria los pasos de fantasía de Juan Gabriel… pero el caso es que me he reído, y me ha gustado el experimento.
Voy a seguir investigando al respecto, y ya os contaré si al final me decido. Igual os interesa partiros la caja conmigo en alguna de mis futuras clases.