Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por villanía.(José Ingenieros)
Fue en 2º de BUP o en 3º, ahora no estoy segura, que tuve un profesor de ética al que llamaremos X. Ahora estoy dudando también si era de ética o de filosofía. Da igual. Como tengo tan mala memoria, y la poca que tengo es selectiva y la suelo emplear en otro tipo de cosas, ya me corregirá quién me tenga que corregir si me equivoco en los detalles, que no en el contenido, que éste sí lo recuerdo bien.
Como decía, el profesor que impartía ética o filosofía, o las dos, llegó el segundo día de clase y nos dijo: sacad una hoja en blanco. En ella vais a escribir de forma anónima lo que opináis de vuestros compañeros. No de todos, sólo de los que os llamen la atención, para bien y para mal.
Uff, pensamos todos. Y procedimos, amparados en un anonimato cruel y adolescente, a poner a caldo al personal. Era la primera semana de clase, y la mayoría apenas nos conocíamos, así que nuestras opiniones se fundamentaron principalmente en nuestras breves primeras impresiones. El profesor con nombre de estrella Hollywoodiense recogió las cartas, las mezcló, y procedió a leerlas.
Todos esperábamos con la tensión reflejada en nuestros púberes rostros salir lo mejor parados posible del juicio al que sin comerlo ni beberlo nos íbamos a ver sometidos. No hubo tiempo de leerlas todas, pero sí la mayoría. Yo terminé la clase con una extraña sensación agridulce en el cuerpo, aunque más dulce que agria. Se me mencionó bastante, sí, pero en general más para bien que para mal. Recibí unas críticas positivas completamente entusiastas que compensaron y eclipsaron a mi parecer las críticas negativas que también recibí, y por cierto redactadas con igual entusiasmo.
No pudo decir lo mismo alguien, a quien para proteger su anonimato voy a llamar “Y”.
“Y” aparecía en casi todas las cartas, pero en ninguna para bien. A “Y” la insultaron, la criticaron con saña, de manera hiriente, donde más pudiera dolerle. Si queréis saber qué le dijeron exactamente, me lo voy a tener que inventar porque no lo recuerdo: borde, enterada, gilipollas, prepotente, me cae fatal, no la soporto con esa cara de rata, etc etc… Insisto en lo de la corrección de los detalles, aunque creo que no voy muy errada en la clase de cosas que “Y” tuvo que escuchar. Demasiado para una pobre adolescente en plena edad de reafirmación. “Y” salió de clase llorando, se introdujo en un lavabo y de ahí no hubo quien la sacara. Por cierto, he dicho “la insultaron” y no “la insultamos”, porque a mí me caía bien. Yo la conocía del año anterior, y me hacía gracia su humor afilado, sus contestaciones secas y muchas veces ciertamente bordes. Sabía que tras su fachada se escondía una buena tía, así que me dio mucha pena no haberlo mencionado en mi carta. Creo que fui la única que no la nombró ni para bien ni para mal.
El profesor X llegó al día siguiente, o cuando tocara, con la extraña noticia de que había perdido el resto de las cartas, así que teníamos que volver a realizar el ejercicio. Sorprendentemente, esta vez a “Y” todo el mundo la quería. “Y” era de lo mejorcito que había en clase y en el instituto entero. Nadie, absolutamente nadie de los que la pusieron a parir en la primera carta repitió su crítica, es más, “Y” no recibió sino halagos y buenas palabras, incluidas las mías, que vi en esa segunda carta la oportunidad de enmendar mi error. ¿Hipocresía la de todos? ¿Lástima? Yo creo que más de lo segundo que de lo primero, agudizado por un intenso sentimiento de culpa al ver la reacción de “Y” al escuchar todas las críticas.
Siempre pensé que el profesor X no había perdido las cartas. Siempre sospeché que nos puso a prueba, que nos utilizó para extraer empíricamente sus conclusiones sobre la naturaleza humana. A día de hoy me sigue pareciendo una crueldad. ¿Vosotros querríais saber qué piensa realmente sobre vosotros la gente que os rodea?